lunes, 3 de enero de 2011

Biutiful



Película que encantará a los detractores de Barcelona como ciudad moderna, cosmopolita y rica, escaparate de una Cataluña modelo para los jóvenes europeos que acuden a ella en busca de sus exposiciones o de su alcohol, que es posible cometan el error de negar que en la suya seguramente también haya inmigrantes viviendo en malas condiciones, pobres y buscavidas, mafias y policías corruptos, familias desestructuradas y el resto de la fauna que el señor Iñárritu pone en pantalla, uno no sabe bien si para denunciar, emocionar, o simplemente seguir siendo un tipo sensible y concienciado.

Estamos ante probablemente la peor película del director mejicano hasta la fecha. Esto no significa que la película carezca de ese eufemismo maravilloso que adoramos y que lo dice todo y nada (esto es: potencia visual), ni que la interpretación de su actor protagonista no sea ejemplar: Bardem construye un personaje hondo, profundo, amante y cabrón, sensible y duro… pero su personaje nos remite, sencillamente, y saltándose las reglas de cualquier manual de guión, a demasiadas cosas: es padre, y a la vez expareja de una presunta enferma de trastorno bipolar (personaje por cierto forzado, potente pero chirriante), se gana en la vida en la calle pero no queda muy claro como, vive en una casa humilde pero tiene un hermano vividor y gastoso, está muy enfermo, pero también es un vidente… o un farsante… ¿o tiene alucinaciones? ¡Es demasiado! Si, es un gran actor, pero eso no significa que haya que cargarle de trabajo.

A ver, con la cartelera del 2010, bien vale el precio de su entrada, no diremos como nos gusta decir y escribir aquello de vayan a verla, pero tampoco les prohibimos la entrada a la sala. Esperemos más de este 2011 recién estrenado.

domingo, 24 de octubre de 2010

La red social



Hemos tardado en volver a publicar, y es que el 2010 no pasará a la historia ni por la creación de empleo en el país desde el que escribo ni por la calidad de las películas estrenadas. Añadan a eso la suerte de tener un proyector en casa que permite ver las películas al mismo tamaño que en muchas salas, y comiencen a preocuparse si acaban de invertir en una nueva sala de cine. Aunque siempre podrán proyectar Eclipse.

Hablar de La red social, película dirigida por David Fincher y guionizada por Aaron Sorkin, supone elegir entre contemplarla como un mero ejercicio de entretenimiento, muy bien narrada y con un desarrollo que traslada las conversaciones de la Casa Blanca a los pasillos de Harvard, o atreverse a definirla como un análisis de nuestros tiempos, una especie de, como ya habrán dicho muchos antes aunque nosotros no les hayamos leído, Ciudadano Kane del siglo XXI en el que se trata de diseccionar la esencia de los grandes hombres que, detrás de sus enormes capacidades y logros, en el fondo, también son humanos.

Intriga, no aburre, no hay malos o buenos, las dosis de simpatía por los personajes se contrarrestan con lo ambiguo de aquello que recibe el repelente nombre de propiedad intelectual. El protagonista fascina con sus rápidas respuestas, pero también aterra con su falta de emoción. No entraremos a valorar cuanto o no hay de real, aunque basada en la realidad toda historia es dramatizada y manipulada para que 122 minutos pasen rápido. Pero resulta maravilloso que el cine pueda ser tan actual, que nos ayude a entender el a la vez complejo mundo en que vivimos pero en el que a la vez los estudiantes de quizá su universidad más prestigiosa, Harvard, son los primeros en apuntarse al carro de mantener una vida e identidad paralelas en el mundo digital. Poniendo fotos en el muro de la última barbacoa.

Buena película, de lo mejor del 2010. Vayan a verla. Lo de abrirse una cuenta en facebook es decisión suya.

martes, 13 de abril de 2010

El Escritor



Si quieren asegurarse un par de horas de gran cine, de ese en el que hasta cualquier plano detalle tiene una intención, en el que no podemos evitar hacer paralelismos clarísimos con la realidad, pero hasta la realidad queda maltrecha y boba respecto a la historia que pasa por nuestras retinas, no dejen de ver El Escritor (como suele suceder, más impreciso que su original The Ghost Writer).

Geniales interpretaciones. Un político que tras dejar el poder se rodea de un séquito de mafioso ruso, que se ocupa tanto de sus abdominales como de proteger su trasero. Un protagonista de esos con los que es fácil sentirse unido, que representa el pequeño e incauto hombre corriente (aunque en este caso quizá mas guapo que la media) frente a la gran maquinaria del poder y la política. Unas mujeres que parecen débiles pero en las que no debimos nunca haber confiado. Unos escenarios casi oníricos en los que esconderse resulta difícil. "Es el guión, estúpido", podría decir alguien ante el éxito que tuvo la película en Berlin. Y es que en el tiempo del 3D, en el del 4D, en el del holograma o en lo que les de a nuestros nietos (si es que los tenemos) por inventar, el guión es y seguirá siendo lo que sobre lo que se construye una película. Y si éste hace aguas, mucho del trabajo posterior se saldra por las rendijas. No es así en nuestro caso.

Quizá lo más criticable sea unos acontecimientos finales que nos hacen muy consciente de que los títulos de crédito están a punto de llegar. El casi epílogo del final es la guinda del pastel, un pastel sabroso dirigido por alguien con 76 años, en una de sus probablemente mejores películas. Suerte que Roman no se jubiló ni a los 65 ni a los 67.

Excepcional última película del maestro Polanski. Esto sí es casi casi Hitchcock... pero claro, quizá ya no confiamos en que acaben sobreviviendo los buenos. Vayan a verla ya, de lo mejor del 2010 sin haber llegado a su mitad.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Shutter Island




Acudir al cine a ver la nueva película de Martin Scorsese tiene tanto de gusto por el cine como de veneración al maestro. Supongo que hay gente que sigue acudiendo a una determinada iglesia a escuchar el sermón del párroco aunque ésta no sea precisamente la que esté más cercana a su casa. Scorsese decidió no ponerse detrás del púlpito y si hacerlo detrás de la cámara, y será porque conocemos este detalle de su biografía o por lo poderosas que suelen ser sus historias, personajes e imágenes, que su cine en pantalla grande nos recuerda al rito de asistir a una celebración, a una misa en la que todo está debidamente medido y sopesado para que salgamos creyendo en Él.

No es seguramente Shutter Island la mejor de sus películas y sus casi dos horas y media de metraje no pueden competir con la magia de la anterior, Infiltrados, película que en nuestra opinión refleja como ha sabido seguir contando las historias que le gustan de traiciones, personajes al límite y violencia como si fuera la primera vez, como si no llevara rodando décadas, entusiasmando al público, y haciéndonos disfrutar con cada barrido de la cámara a izquierda o derecha.

Shutter Island es un estudio sobre la locura en una película que como tantas de los últimos tiempos resultan más creíbles sobre el celuloide o el papel que pensadas en la vida real. De siempre el cine ha tenido que decidir que contar y que no contar al espectador para inventar así una historia, y probablemente en esto sea un arte más libre que la propia literatura en la que suele inspirarse.

El personaje que interpreta Di Caprio, siempre dando la talla como nos tiene acostumbrados, va entrando en la película en una espiral de desconfianza y paranoia que no es sino el fiel reflejo de lo que descubriremos al final. La mente se ve obligada en ocasiones a construir una realidad paralela en la que poder protegerse del dolor humano, y cuanto más inteligente sea esa mente más difícil de romper puede llegar a resultar ese delirio que sustituye a lo que solemos aceptar como real.

No puedo evitar admirar la ardua tarea que debió de resultar el montaje de esta película, con la amiga Thelma sentada a la derecha del padre, plano arriba, fotograma abajo, esto va aquí, dejamos esto o lo quitamos…

No seré yo quien no les recomiende que vayan a ver una película de uno de mis directores favoritos. No tomen vino ni palomitas durante la proyección, lo que verán será suficiente para hacerles dudar en algún momento de su propia cordura. Pasen y vean.

lunes, 25 de enero de 2010

Up in the air




Desconfíen, desconfíen de las opiniones ajenas. Yo no lo hice y ante unas estupendas críticas en los medios españoles sobre la última película de Jason Reitman, que ya me había mosqueado un poco con el tremendo éxito de Juno y que a mí no me pareció para tanto, entré al cine ilusionado y salí bastante aburrido, poco impresionado, sin nada que me dejara esta película, una de tantas que pasan por las carteleras pero carecen de corazón.

George Clooney cae bien. El actor, no el personaje que interpreta aquí. Es un tipo que no se toma demasiado en serio a sí mismo, que de veras parece a veces interesado en las desigualdades del planeta, que es un guapo no odioso. Richard Gere nos cae mal a los hombres, da cierta… dentera, yo creo que George Clooney no. Pero el personaje que interpreta en esta película es bobo, un soltero empedernido que parece regocijarse de sus tarjetas de líneas aéreas cual ejecutivo triunfador, olvidando que no es tan glamuroso arrastar tu propia maleta en la que va mezclada la ropa sucia con la limpia, que los Hilton del Medio Oeste americano tienen su punto cutre, y que en el fondo tiene un trabajo que, por bien pagado que pueda estar, me recuerda más al de aquellos señores que limpian las cabinas de los peep-shows en Amsterdam que al de un exitoso empresario. Pero se enamora y va a una boda y puede ser feliz y blablablá… Meloso, previsible, aunque el final no sea un happy ending, casi todo lo anterior lo ha sido, y a pesar de esto no hay sorpresa, no hay verdad, solo carantoñas de amantes, vuelos en Primera (donde los asientos son más grandes, sirven bebidas gratis, y hay periódicos, ¿y qué?), enseñanzas de manual de ejecutivos de 9’95 en amazon…

Este intento de retrato de un hombre moderno, que quiere vivir sin peso encima, sin ataduras, disfrutar sin comprometerse, resulta siendo bastante soso y superficial. Vayan a ver otra cosa.

viernes, 27 de noviembre de 2009

Edén al oeste


Todo mensaje tiene dos caras, la forma y el contenido. A aquello sin contenido solemos llamarlo frívolo. A aquello cuya forma nos hastía lo llamamos aburrido. A veces, para muchos, la carga de contenido puede resultar aburrida, y la forma compleja o emperifollada puede acercarse a la frivolidad. Los documentales de la 2 son bellos pero aburridos. Una conferencia puede ser aburrida y el coctel de después resultar frívolo (menuda tarde entonces). Como ven, parece fácil pero también puede llegar a resultar un lío.

Costa-Gavras consigue en su última película que el párrafo que acaban de leer resulte estúpido, como tantos otros párrafos en este blog. Porque Gavras hace una película sobre la inmigración (noten que he conseguido no escribir las palabras de “el drama de” a pesar de resultar menos rimbombante), sobre Europa y lo absurdo de los occidentales, también sobre la belleza de un rostro y como eso puede facilitar o complicarle las cosas al dueño de tal; sobre, como casi todas las buenas películas, un viaje sin ningún destino.

La primera parte del film atrapa al protagonista y al espectador en un resort vacacional del que no salimos durante una buena parte de la película, lo que contrasta en gran medida con el ritmo trepidante que alcanza la película posteriormente en el que cada encuentro solo dura unas palabras, un gesto de buena o mala voluntad. Es en esta primera parte donde quizá también se cargan las tintas en esa ginkana-cacería del ilegal que puede parecer algo maniquea pero que consideramos perfectamente factible por el hecho de su obvio sentido lúdico. Esperemos no lo copie nadie en nuestros hoteles en estos tiempos tan faltos de aventura.

Asumamos que Europa y Occidente nos hemos blindado casi todo lo posible como culturas y naciones a la mano de obra procedente de otras zonas del mundo, pero que como muchos en la película tratamos de sentir algo de esa humanidad que supuestamente nos define en los encuentros cercanos, en las relaciones momentáneas con una piel más oscura, como si lo primero no fuera en ningún momento obra también nuestra y lo segundo nos quedara como única parcela personal de actuar.

La película no gustará a todos. Quizá para algunos trate un tema serio con demasiado humor, y para otros el tema serio destruya el humor y la calidez de algunas de sus escenas, pero desde aquí les animamos encarecidamente a ver esta película, con la confianza de que consiga algo pequeño pero a la vez majestuoso: que antes de entrar a la película estén pensando y hablando de sus vidas, sus proyectos, lo de cada día o los sueños más personales, pero que, al salir de la sala, no puedan evitar olvidarse un rato de ustedes mismos y pensar en este mundo loco que nos ha tocado heredar y dejar en herencia.

lunes, 26 de octubre de 2009

Ágora



Impresionante. Maravillosa. Sobrecogedora. Cuidada. Inteligente. No, lo siento, no hay mujer, ni tampoco hombre supongo, que puedan ajustarse a esta descripción, pero la última película de Alejandro Amenábar se acerca bastante a estos calificativos.

Poco sería lo que nos gustaría dejar de contar de sus poderosas y clásicas imágenes, como el hecho de tratarse de una película en la que la protagonista no aparezca ni siquiera la mitad del metraje en pantalla sin que por ello nos olvidemos nunca de ella, luz de razón en un mundo en el que el fanatismo se abre paso victorioso. Quizá para algunos su tono intelectual o academicista en el sentido griego de lugar en el que buscar el saber, y no en el de la Ministra de Cultura de defender lo ajeno como propio, pueda resultar demasiado cerebral o culto, pero si ese es su caso recuerde que en su centro comercial habrá varias películas que no le defraudarán y de las que aquí no podrá leer. No me malinterpreten, Ágora es también una película de centro comercial y para todos los públicos, pero con unas referencias al mundo actual, que no es sino el mismo de siempre, que deben ser evidentes para cualquiera que ojee despistado un periódico solo de vez en cuando. El cine es maravilloso de por sí cuando entretiene y nos llena la mente de personajes y de acontecimientos que eclipsan lo que nos podría haber ocurrido de no haber entrado en esa sala oscura, pero cuando ese cine se tiñe también de tintes trascendentales, cuando se enfrenta un personaje que vive en su propia conciencia sin plantearse siquiera cambiarla para así adaptarse a su tiempo, cuando una película solo necesita sugerir una historia de amor para que creamos que ésta ha ya existido, cuando en un guión honesto se asume que la única concesión a la esperanza puede ser una muerte menos indigna que otra (aunque la muerte no entienda de estas bobas matizaciones), cuando una película funciona, surge la magia, y uno desea que no pasen los minutos, que no acaben las disquisiciones, que no pare la bobina de dar vueltas.

Miren. Yo no entré convencido en esa sala de cine. En la sala llena estaba en un lateral, a 45º de la pantalla. Pero durante algo más de dos horas habité Alejandria, la palabra elipse se susurraba en mis labios, admiré a todos los actores de los que ninguno me pareció fallar, recordé los Budas de Afganistán destruidos cuando veía destruirse otra estatua, recordé que ninguna cultura o religión debería sentirse capaz de dar lecciones a otra y, como solo ocurre una o dos veces al año, envidié a aquel capaz de escribir y hacer una película como ésta. Su mejor película. Alguien que se mantiene aparte de las polémicas y absurdas quejas de algunos de nuestros vampiros chupaimpuestos del mundo del cine y que, como los grandes, lo único que hace, como si eso fuera sencillo, es contar una buena historia.

No se la pierdan.

El soplón


Película que se deja ver y que en algunos breves momentos puede provocar la carcajada, pero que en la mayor parte de su metraje, solo produce cierta confusión. Placentera si se quiere, pero confusión al fin y al cabo.

Steven Soderbergh ha tenido la suerte de convertirse en uno de esos pocos directores que, formando parte de la familia más comercial, se permiten hacer el lujo de hacer lo que les da la gana detrás de una cámara. Tras explotar al máximo la gallina de los huevos de oro de Ocean y sus compinches, quizá hasta el punto de no poder dar ya más huevos que llevarse a la boca, nos regala en El soplón una de esas películas hechas más por el interés del creador que por el del público. Pero no un interés propio basado en la narración de historias que lleguen al corazón o a través de un lenguaje novedoso y generoso para el resto de creadores, sino más bien un interés propio puramente estilístico. Sí, la película es un interesante ejercicio de estilo, como un magno ejercicio de escuela de cine que pretendía y consigue moverse en un ámbito ambiguo entre lo cómico y lo grotesco, entre lo heroico y lo patético. Así es su protagonista, del que uno no acaba de comprender bien si simplemente está algo chiflado o le falla la memoria o simplemente lo único que hacía era tomarles (y quizá también tomarnos) un poco el pelo a todos los que se ponían a su merced.

Basada en acontecimientos reales, la recomendaré solo a aquellos que van a menudo al cine y de vez en cuando se preocupan al ver cómo van agotando las películas vírgenes en la cartelera. Disfrutable, pero prescindible.